En la orilla donde el sol se parte en pedazos, los hombres caminan sobre el agua sin mojarse los tobillos, sin notar que el mar se ríe de ellos en su oleaje callado. El cielo se ha vuelto un espejo incendiado, y de su resplandor brotan los bichos naranjas, criaturas diminutas que trepan por las sombras y se deslizan por la piel de los distraídos.

Unos los devoran sin darse cuenta, otros los miran como si esperaran un milagro. No sé si han venido a observarnos o si ahora soy yo el que, al final, bajo el calor de sus labios, ha aprendido a verlos.
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